Nunca supe su nombre, me gustaría
hablar de él con esa dignidad que merecemos los seres humanos, con el apelativo
que nos distingue a unos de otros, pero desafortunadamente nunca lo pregunté.
Nos referíamos a él como el
muchacho, lo veía cuando iba a casa de mi madre, cosa que hago
frecuentemente. Supe que trabajó en la
vidriería de junto, porque alguna vez lo vi barriendo o cargando vidrios,
después solo estaba fuera de ella, repartía las horas del día entre esa puerta
y la esquina de la calle.
Su deterioro comenzó y fue avanzando,
hasta que fue difícil reconocer al joven que trabajaba en la vidriería. Algunas veces me pareció que había tocado
fondo, después de ello lo vimos bañado y recuperado, incluso en una ocasión
volvió al trabajo. Pero solo fueron breves destellos de luz que se apagaban en
la oscuridad de la calle que lo abrazaba por las noches.
Con frecuencia mi madre mostraba
preocupación, es muy joven y cada vez está peor, se duerme ahí en la puerta de
la vidriería, contaba angustiada.
Yo guardaba silencio, me volcaba
a mis adentros pensando en qué fue lo que le habría llevado a ese estado.
Cuando lo veía en la calle pensaba en hablarle, en encontrar una palabra que
fuera una cuerda hacia el profundo abismo en que se encontraba, pero no la
hallé alcancé apenas a gesticular un saludo.
Hoy me entero que ha muerto, mi
madre me dice que le han puesto veladoras en la esquina en que amaneció su
cuerpo… ayer llovió muy fuerte contó mi madre...