Vuelvo a mi casa luego de una cirugía
de hernia inguinal derecha. Esas hernias
me han acompañado en cada etapa de mi vida; de niño me salió una a los 8 años
luego de una patada en el Tae Kwon Do; a eso de los 32 me operaron de una
hernia hiatal y ahora, a los 47, me descubrí la hernia motivo de la operación luego
de una práctica de Aikido. Mi juventud y adolescencia no tuvieron hernias, pero
igual un par de experiencias médicas que me llevaron al hospital.
Esta operación la disfruté
especialmente. Hasta ahora, en todas las
intervenciones quirúrgicas que me habían hecho, sufrí la anestesia general, que
deja esa horrible sensación de no saber que pasó en un lapso de tu vida. Tienes la imagen de una mascarilla
acercándose a tu cara y la del tipo con cubrebocas y traje de cirugía que la
acerca, luego despiertas adolorido en una sala, amarrado de pies y manos a una
camilla, sin saber dónde estás, con una sed del demonio y escuchando quejidos
de otros que están en las mismas condiciones que tú.
Por eso, cuando el anestesiólogo
me dio la opción, elegí el bloqueo regional. Me daba curiosidad qué se sentiría
estar consiente mientras te abren la panza, te acomodan las tripas y te ponen
una red para que no se vuelvan a salir.
Mi elección resultó muy
afortunada, la sedación te pone muy bien, en una sensación de calma. El anestesiólogo
me aconsejaba que durmiera, pero preferí quedarme así en ese entresueño,
mientras sentía como me rasuraban y pensaba como afectaría mi personalidad, esa
combinación de rasurada y medias quirúrgicas… reí para mis adentros.
A mitad de la operación algún
doctor hizo sonar una play list de clásicos del rock, lo que mejoró bastante el
ambiente y le dio al quirófano una sensación parecida a la de un bar, como si
después de haber bebido varios mezcales escuchara música y conversaciones de la
mesa de junto.
Animado por el ambiente, al poco
rato, comencé a cantar, mientras los doctores conversaban, conversación que
detenían en ocasiones, para preguntarle al anestesiólogo si yo podía pujar y yo
accedía a su petición, pujaba y cantaba.
Terminaron todos muy contentos,
la música seguía, el médico daba las últimas puntadas a su obra, se lavaron las
manos y me dejaron en manos de unos camilleros que me llevaron a la sala de
recuperación.
Llegué a la sala todavía tarareando
Philosopher, una doctora se presentó, me dijo que me cuidaría mientras
me recuperaba. Luego llegó una enfermera a tomarme la presión y me preguntó si
podía mover las piernas -las piernas no, pero los dedos de los pies sí-
respondí- con un saludo de mis pies.
El tipo de al lado no estaba de
tan buen humor, se quejaba de que no podía orinar, el personal médico que
estaba ahí le pasó un pato, mientras verificaban si le habían puesto una sonda.
Afortunadamente, cuando sus
lloriqueos se estaban haciendo insoportables, llegaron por mí y me dijeron que
me llevarían a mi cuarto. Me volvieron a
preguntar si podía mover las piernas, les dije que no, a lo que me
respondieron: -¡Ya la moviste!- y efectivamente, la pierna se movía cuando
pensaba en moverla sin que yo sintiera, era como si hubiera cobrado vida propia,
pero fuera obediente.
La alegría me duró un par de
horas más. Ya en mi cuarto, el cirujano
llegó a verme, -todo salió muy bien- me dijo, luego de preguntarme cómo me
sentía. -¿Te gustó la música? . -La
verdad,- respondí -me gustó más la anestesia.